Las blancas habitaciones diáfanas
resguardan mi historia, estoy encerrada aquí más que por mi locura, por mi
pecado. Aún las recuerdo ¡Ay, mermelada! Tan deliciosas todas, de fresa, piña,
durazno, zarzamora y hasta de tomate, todas son grumosa viscosidad dulce que acaricia mis
papilas gustativas y cautiva mi garganta en cada besar de un bebé.
Parecía ayer aquel invierno en el
que después de una semana de no moverme del sofá, encontré a mi puerta una
canasta con el cuerpo de un niño, conocía bien la ley Chihuahuense y sabía que
un cargo por asesinato no me convendría, así que guardé el cadáver en el
estante tras el televisor, no puedo negar que me hacía ojos pizpiretos y se
veía tan tierno, tan lindo tan… ¡delicioso!
Abrí con un cebollero el cuerpo
desde el cuello hasta su ombligo, lo
lavé con desengrasante, fui llenando a cucharadas el cuerpo de mermelada
lentamente, hasta llenar cada uno de los dedos, cada pedazo para después
hornearlo dos minutos y comerlo de postre con un atole. Fue ese día el primero
que me condenó a vivir para robar bebés, robarlos para llenarlos de mermelada y
esto para degustarlos después de un puro habano y un café de Colombia.
No tardó mucho para que me
atraparan, sólo apenas saboreé doce niños, interraciales claro, no me gusta eso
de la discriminación. Tras el juicio, me enviaron a este manicomio que ahoga
epifanías y sólo puedo degustar mi pasado con este dedo que le corté al guardia
y este sobre de mermelada que robé de KFC.